Leyenda de azafrán

Cuando la sangre bulle
por debajo
con un caudal oscuro
enrojeciendo las palabras
¿son en verdad palabras
las que decimos en voz baja
al reparo del papel?
¿o son los ojos y las manos
contra el muro que vela
la visión de los cuerpos?
no son visiones las que el ojo nos señala:
visión supone
inteligir en lo invisible
algo evidente.
Cuando alguien habla
en esa lengua
que nos pronuncia
cuando cubre
con su boca
no siempre pura
(lo de siempre)
la posibilidad de una respuesta
no hay un silencio más ruidoso
que el que acompaña
el llanto rojo
de lo que apenas se comprende
y ya arrasó
con su fuego el palacio
(se trata de un romance del siglo XIX)
y el abandono y las traiciones
y las cenizas del pasado y del presente.
Pero,
faltaron ojos a la cita
faltó la cita y la mirada,
faltaban pruebas
¿quién vio la falta?
Entonces, si
en el recorte de la historia
-su punto fijo-
él sería música o antorcha
o estaría a punto de cruzar
ese puente entre orillas misteriosas
-entre un punto y el otro-
iba a verlo venir: ése era el punto.
Iba a buscarla si es que siempre había buscado
si es que en sus mapas estaban las ciudades
arrasadas por fuegos
verdaderos o fatuos
si lo que él encendía
perdía o encontraba
reparo entre sus manos.
Como un meteórico destello
que imita luces
(alguien pudo advertirle:
la silueta del que porta la antorcha
se le parece)
en la agitada noche sin estrellas,
-tempestad de los dioses que se cierne-
sobre el trigal, sobre los campos
de azafranes sembrados
la chiquita desnuda era una huérfana
confortada en su abrazo.
"No se juega con esto, corazón. No se toca."
La chiquita sin madre
(nada en el mundo se vuelve inseparable)
amaneció llorando,
sobre su agriado corazón
en el lecho de un prado calcinado.
Ah, lo que hubo de arder,
lo que aún ardería hasta la ansiada
la temida llanura
de la muerte o la calma...
El destino, el amor
habría de anunciarse en una lengua
-tan extraña y distante-
que no pudieron, siquiera, adivinarla.

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