Ariadna en Naxos

Ha subido hasta el último peldaño
la escalera del templo
el único en la isla,
no lo conoce, porque
no es ésta la tierra que dio a luz a sus padres
ni es la franja que ha soñado desde un azul velero
hundida en la promesa y los abrazos
de quien aquí la trajo, seducida.
Sólo puede mirar desde esta altura
un más allá de arena
o el mar
una pradera que refulge bajo el sol
ese hado diurno del reflejo
y de un mirar más obstinado, el certero destino.
En la isla no hay faros, ni otra vida
que unas pocas culebras que se ocultan
y se escurren entre matas resecas, cerca del mediodía
o unos peces que saltan sobre copos de espuma
y esos pájaros pequeños que chillan aleteando
sobre arbustos que sueltan unas brevas maduras.
Sólo es visible un punto
desde el ojo sin lágrimas que observa
la raja de agua pura que separa
una isla de otras.
Cae la túnica y le roza los tobillos, insensible
está sola y desnuda
absorta en un recuerdo
que lleva y trae imágenes, temblando
como tembló su cuerpo debajo de otro cuerpo
antes de la condena a perenne distancia,
el luto de esta isla.
Acaricia las fibras de ese árbol
y teje silenciosa el lazo de su suerte
que anudarán sus propias manos
en torno al cuello que admiraron
y besaron, infieles
los héroes cuyo sino fue olvidarla
para impulsar la rueda en la que gira el mundo.

Ella, que ha sido tantas veces tantas otras mujeres,
ahora sólo debe
recordarse a sí misma.

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